Todo era llanto, dolor. Las flores de colores vivos y las candelas, contrastaban con el sollozar de las personas. Tétrico, oscuro, frió el ambiente, un féretro café lo remataba. A la madre no había quien la consolara. En el ataúd está su hijo, aquel muchacho de tan sólo veintitrés años, yace muerto. La familia acongojada no lo puede creer; muestras de condolencia viene de todos lados, al igual que las coronas de flores. Los parientes, amigos y conocidos en la funeraria acompañando esté amargo momento. Nadie sabe nada, todos se preguntan por qué. Buscan respuestas, no logran descifrar el motivo de su fallecimiento. Hay tristeza, dolor; pero esta muerto, ¡muerto!. No revivirá, no resucitará. Se llevo consigo sus sueños, sus proyectos, sus pesadillas, su vida. Era uno de esos días fríos de lluvia que traspasa nuestros cuerpos, caminaba por calles torcidas. Las gotas frías caían y resbalaban en mi ser. No me importa que me esté mojando y escurre el agua, cae en los charcos lodosos. La gente apresurada por aquel invierno que se dejó venir, todo aquel movimiento desordenado de la ciudad. Estaba muy triste con demasiada congoja. Las ganas de llorar eran muchas, llevaba bastante pena. Se fue andando mi pensamiento. Junto con los ríos de agua iba caminando, esquivando charcos y corrientes. Mojándome tratando de encontrarme y al no hallarme me pongo a llorar y mi llanto se volvió en suplica esa suplica que subía al cielo. Y escuchaba mi llanto en medio de la noche y como se apiadaron de mi dolor ¡cómo!... entonces seguí la vida cotidiana.
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